Jueves 1 de Agosto de 2024 Comunidad

Emilio Araya se hizo minero y famoso por los capachos

El accesorio fue fundamental para que los viejos pirquineros pudiesen sacar el mineral de los piques durante 30 años.

Bordeando los 11 años, un pantalón roído y amarrado con un cordel, sin zapatos y muchos sueños por lograr. Era un chiquilín sin historia que un día apareció por las calles de Andacollo buscando un futuro mejor. Emilio Araya era su nombre y por más de 30 años escarbó la tierra en busca del sueño dorado, que era el objetivo de todos los hombres que llegaban a Andacollo.

Era el año 1936 y este niño llegó cansado de la pobreza extrema en la que vivía en Río Hurtado, y buscaba el brillo de Andacollo. Pasaron los años y jamás encontró una pepita de oro que le ayudara a poner el pan en la mesa, pero sí pudo alimentar a su numerosa familia con su gran ingenio y los capachos.

Wenceslao Araya, hijo mayor de ese viejo pirquinero, relata los padecimientos que vivió su padre y lo hace con gran orgullo y amor, porque “sobrevivir en esos tiempos siendo un niño y sin apoyo de la familia, había que ser grande y, sin lugar a dudas, mi padre lo fue”.

Ese pequeño niño llegó pidiendo trabajo hasta donde don Rogelio González, quien era muy conocido en Churrumata y dueño de las minas “Socorro” y “Guayina”. El viejo minero lo vio descalzo y le adelantó un mes de sueldo para que se comprara zapatos y una cama. “Mi padre jamás había dormido en una cama, solo entre cueros de ovejas porque vivía en la miseria”, afirma Wenceslao Araya, propietario de una gran panadería en el sector Casuto.

El ingenio

Fueron 30 años los que Emilio Araya trabajó en los piques mineros. “Pero no solo se ganó la vida en las minas, porque era “mentolato”. Le hacía a todo: zapatero, peluquero, construía casas de adobe y también joyero, porque hacía cosas muy bonitas con esas monedas grandes de esos años. En fin, no se moría de hambre, menos su familia. Nunca nos faltó el pan en la mesa y menos un par de zapatos”.

Y debió trabajar mucho, porque fue padre de 12 hijos; tres se murieron de guagüita. Claro que siempre les dijo a sus hijos que jamás trabajaran de mineros y menos bajaran a los piques. “Y eso siempre lo reiteraba. Decía que jamás debíamos trabajar en una mina, porque el esfuerzo lo ponen los viejos, ya que los patrones, que pagan un jornal miserable, los hacen trabajar en forma bruta”.

Wenceslao tiene mil historias de su padre, especialmente las relacionadas con los capachos, esas mochilas de cuero cargada con 80 kilos sobre sus hombros y subiendo más de 40 metros por las patillas, unas frágiles escaleras. Eran otros tiempos, no había huinches y los viejos usaban tarros de carburos, que eran de lata. Cada vez que cargaban el mineral, que eran unas 30 vueltas en un día, sus espaldas sufrían laceraciones. Ah, y cuando la pirita estaba con agua, los tarros pesaban más de 100 kilos.

“Y como a mi papá le crujía el mate, se puso a pensar qué hacer para facilitar la pega, porque cargando el pesado material en un tarro de lata era difícil y casi una muerte segura en poco tiempo. Compró un cuero de vacuno, midió, cortó, amarró y ahí salió el famoso capacho. Luego hizo otro y ahí no paró más. Ah, jamás uso una huincha para medir, lo hacía con las manos”.

Luego, don Emilio comenzó a ofrecer los capachos. Compraba cuero de vacuno y como su hijo Wenceslao fue propietario de una carnicería, le pasaba los cueros. “Al final, mi papá ya tenía una fábrica de capachos y les vendió a todos los viejos pirquineros de Andacollo, además me prestaba plata, fue un gran soporte familiar, ya que nunca nos faltó un plato de comida ni un par de zapatos. Fue un gran ejemplo como padre, jamás lo vi fumar y menos tomar. Él falleció hace 16 años, a los 85, y lo extrañamos, porque el ponía el ejemplo en la familia”.

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